Nicaragua: 1867-1916
Poemas de Rubén Darío para leer.
A un cruzado caballero,
garrido y noble garzón,
en el palenque guerrero
le clavaron un acero
tan cerca del corazón,
que el físico al contemplarle,
tras verle y examinarle,
dijo: «Quedará sin vida
si se pretende sacarle
el venablo de la herida».
Por el dolor congojado,
triste, débil, desangrado,
después que tanto sufrió,
con el acero clavado
el caballero murió.
Pues el físico decía
que, en dicho caso, quien
una herida tal tenía,
con el venablo moría,
sin el venablo también.
¿No comprendes, Asunción,
la historia que te he contado,
la del garrido garzón
con el acero clavado
muy cerca del corazón?
Pues el caso es verdadero;
yo soy el herido, ingrata,
y tu amor es el acero:
¡si me lo quitas, me muero;
si me lo dejas, me mata!
Puede ajustarse al pecho coraza férrea y dura;
puede regir la lanza, la rienda del corcel;
sus músculos de atleta soportan la armadura...
pero el busca en las bocas rosadas leche y miel.
Artista, hijo de Capua, que adora la hermosura,
la carne femenina prefiere su pincel;
y en el recinto oculto de tibia alcoba oscura
agrega mirto y rosas a su triunfal laurel.
Canta de los oaristis el delicioso instante,
los besos y el delirio de la mujer amante,
y en sus palabras tiene perfume, alma, color.
Su ave es la venusina, la tímida paloma.
Vencido hubiera en Grecia, vencido hubiera en Roma,
en todos los combates del arte o del amor.
Es algo formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.
Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.
«¡El Toqui, el Toqui!» clama la conmovida casta.
Anduvo, anduvo, anduvo. La aurora dijo: «Basta»,
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.
A Vargas Vila
Cleopompo y Heliodemo, cuya filosofía
es idéntica, gustan dialogar bajo el verde
palio del platanar. Allí Cleopompo muerde
la manzana epicúrea y Heliodemo fía
al aire su confianza en la eterna armonía.
Mal haya quien las Parcas inhumano recuerde:
Si una sonora perla de la clepsidra pierde,
no volverá a ofrecerla la mano que la envía.
Una vaca aparece, crepuscular. Es hora
en que el grillo en su lira hace halagos a Flora,
y en el azul florece un diamante supremo:
y en la pupila enorme de la bestia apacible
miran como que rueda en un ritmo visible
la música del mundo, Cleopompo y Heliodemo.
Poesía dulce y mística
busca a la blanca cubana
que se asomó a la ventana
como una visión artística.
Misteriosa y cabalística,
puede dar celos a Diana,
con su faz de porcelana
de una blancura eucarística.
Llena de un prestigio asiático,
roja, en el rostro enigmático,
su boca púrpura finge,
Y al sonreírse vi en ella
el resplandor de una estrella
que fuese alma de una esfinge.
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