Argentina: 1920-1999
Poemas de Olga Orozco para leer.
En un país que amaba ya estará anocheciendo.
Coronados por sus mustias guirnaldas,
esos pequeños seres creados cuando la oscuridad
vuelven a poblar con sus tiernas músicas,
a golpear con sus manos de brillantes estíos
ese rincón natal de mi melancolía.
Sonríen los inasibles huéspedes,
las criaturas largamente buscadas en las secretas ramas,
en lo más escondido de las piedras,
en la sombra abandonada del que salió de ella eternamente joven.
Desde la lejanía me sonríen.
Qué inútiles sus gestos, sus caricias,
cuando algún largo tiempo nos conoce calladamente ajenos,
cuando ya no hay temor por el huyente roce de los muertos que amamos,
ni por el musgo que crece murmurando sobre el corazón,
ni por las voces nocturnas de los que se despiden sollozando:
-¡Yo te esperaré siempre allá, doliente desaparecida!
Vosotros,
que habitáis en mí la región desmoronada del miedo,
de las ansiadas compañías terrestres:
¿A qué volvéis ahora
como un sueno demasiado violento que la infancia ha guardado?
Apenas si un recuerdo os reconoce,
cada vez más lejanos.
No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la sustancia de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura -el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos, la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un ascua en torno de un temblor-.
Y ya habías aparecido en este mundo, intacta en tu negrura inmaculada desde la cara
hasta la cola, más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes.