Poemas de Luciano Castañón para leer.
Sobre el poeta Luciano Castañón [occultar]
Su legado trasciende la poesía: fue un custodio de la palabra viva, aquella que se transmite de generación en generación.
De madrugada es cuando el borracho
cruza su vaivén en la calle pina
con el adormilado marinero
que va en busca del alba y la sardina.
Alba que irremediablemente llega
—ya cobre de sol ya tristura gris—,
desperezando suave al nuevo día
—nodriza de las dudas del vivir—.
No tan indefectible es el pez que
ansia el marinero desvelado,
pez en plural, pez agónico en el
aire que lo ve renacer atado
a una muerte de mil rebrillos húmedos
apagando su vida en los espasmos.
Ignoran los problemas esenciales.
Vivir es vegetar. La Cofradía
regala a los jubilados el día
de la Patrona distintos vales
que se pueden canjear por unos reales
hechos bollo y vino. La anarquía
duerme entonces como dormiría
un enfermo inyectado por sus males.
Nada. Aire. La vejez los invade
como el corte de secular guadaña
que cercenara sus preocupaciones.
Es barato el engaño del cofrade:
«Te soleas, ríes y vives». Daña
mirar tan inservibles corazones.
Atalaya, cima cimera,
de la ola marinera.
Desde ti se atalayaba
el oleaje en blanca geometría;
hoy, un destacamento militar
rompe tu armonía pecera
con alambres, uniformes
y voces de: «¡Fuera, fuera!»
Atalaya,
aún sirves para cobijar amor,
y para que a los niños les nazcan
los dientes de la inquietud aventurera,
tan aventurera como la ya lejana
de los playos (*) cuando iban
a la caza —y no pesca— ballenera.
—¿ Vienes a l' Atalaya? —
Pregunta la Filo a Rosa.
Van allá. Parlotea una
para que la otra cosa
mientras la tarde triste o rosa calla.
Pico de limón y garfio.
¿Por qué tan recelosa de lo humano?
Miro su testa curva y blanca, gris o parda
con laterales ojos avizores.
Se inquieta ante el supuesto daño
y en su soledad permanece taciturna y quieta.
Tragona; huraña; insolidaria.
Sobre la cúpula de la capilla :
vital, monjil veleta.
Cochina blanqueadora de tejados.
Movediza geometría
—en aleteo vespertino y lento—
hacia el dudoso mar incierto.
Esta ave comedora de despojos
que a veces en la turbia agua del muelle
su curvatura flota,
—o sobre una boya se mece—
es la gaviota.
Barca, aunque tu quilla quebró el agua,
hoy varada permaneces
porque el tiempo imperturbable
pasa.
Mientras el patrón que estrenas
embadurna la comba a estribor de tu cadera,
evidencias en la rambla
tu suciedad destartalada.
Fíjate, hay a tu vera
hombres
que te ofrendan sus miradas
y palabras elogiando
tus venturosos días,
- cuando volabas - .
Ponte seria y vanidosa
porque trasciendes importancia
pese
a tu valor misérrimo en monedas,
a tu borda mordiscada
ya las ranuras - cuchillos de luz -
que agrietan la curva de tu panza.
Sin toletes, sin timón. ..
pero con corazón y alma.
Residual barca en paz
que alimentas la esperanza
de tu casi mendigo nuevo dueño,
mereces - aunque no pesques, aunque naufragues -
una oda nerudiana;
dada tu inevitable muerte
(si el patrón quisiera ver
vería que es evidente),
¿hallarás quién te la haga?
Dicen: La Barquera,
y ya se sabe,
es la solana del ocio;
marineros a la espera,
conjeturas, casi nada,
calafates que entretienen
a jubilados caducos
con la boina comiendo su mirada
porque el neto sol de Junio
resbala más allá.
La Barquera: barcas sobre las losas,
agua próxima y menestrales de la ciudad.
Allí están —cotidiano reloj, mañana y tarde—
los curtidos hombres elementales
gramaticando frases ya subversivas
ya claudicantes.
Vana esperanza;
las reivindicaciones
en La Barquera
sólo son inertes diálogos
que diariamente huyen
—en retahíla de vésperos—
tan anodinamente
como el sol primaveral.
En La Barquera
pintan las barcas;
el color verde
es de Esperanza.
—¿Qué esperáis, hombres
de La Barquera?
—Que el mar nos dé
lo que no da la tierra.
Calles, callejuelas tristes
en las que todo es vereda.
Encuentras la que no buscas
y buscas la que no encuentras.
Entra, tú, mira qué nombres:
Tránsito de las Ballenas,
Virgen de la Soledad,
el Callejón de las Fieras.
Si los quieres religiosos
hay Las Cruces y el Rosario;
belicoso: Artillería;
la Corrada es asturiano.
Calles trazadas por un
delineante loco que
tras reír su locura
innominado se fue.
Sube, baja, tuerce el pie
no hay iguales ni dos losas
ni dos casas. Con las nasas
no se cazan mariposas.
Callejuelas, callejones
de Cimadevilla,
que atenazáis corazones.
Está su cielo azul en la taberna.
Vino tinto se llama su Dios
—desbrozador de telarañas—
porque es barato
y alivia no sólo las gargantas.
Un reguero de palabras
discurre sinovial
en términos marineros que se desalan.
En prosa y proa siempre el mar y lo marino:
—mentirosos peces, ahítas nasas,
redes rotas por la plétora
y remo que no cía,
del este traidor la vela preñada,
el naufragio del 93, olas
y la fantasmagoría del heridor pez espada...—
Pleamar sin equinoccio en la taberna.
Traspuesta en rutinarios diálogos
—violentos o remisos—
sube y baja la coloquial marea.
Con un cuchillo sin filo apenas
se dividiría el humano vaho
que flota —que devala—
sobre las testas marineras.
Para que aviven el seso y despierten
pienso que necesitan
alguien que los oriente.
Aquí
el noray y la maroma
simulando inútil horca
—él es hierro, ella soga—
Luego el bote al albedrío
del agua por la luz rota;
breves lomas de carbón
y pluralidad de boyas.
Cerca
remendadoras de redes
que sutiles trampas tejen;
culonas popas de barcos
solemnemente bautizados ;
costillares de la grúa
quietos sobre una falúa.
Más allá,
borrosos por la bruma densa
los urbanos almacenes, tejados:
ásperos tinglados fabriles
y enhiestas chimeneas
—de una brota improvisado
chorro de humo que aletea—
El moribundo día
deja caer el telón de sus párpados
en la móvil luz del agua.
Desdibújanse
nubes compactas que rasgan
postrimeras rojas vetas.
Sólo el vuelo en adiós de la gaviota
—recelosa e insolidaria—
inquieta el apesadumbrado atardecer
La giba de Cimadevilla calla.
En el bar, la rancia morenez de les gitanos
—mendigos de propinas por su toque y por su cante—
quedó pasmada al ver los fragilísimos dedos
del filiforme Félix mimoseando en la guitarra.
Bares son en los que el pescador no pesca: simples
radas marginales que enajenan al marino,
caldo de cultivo para el ciudadano harto,
desfogue del administrativo emancipado,
de la hija de papá y del forastero ávido,
de protésicos—viajantes—locos—y—mecánicos,
de todo aquel, en fin, ansioso de desbordar
los límites hirientes de sus callosas manos,
su rígida espalda curva —en la cerviz un clavo—
o el molde circunstancial de su conciencia ahormada.
Entonces las entrañas maduran gritos, canciones
que las oes boquiabiertas hacen solidarias
en un vuelco incierto de galáxicas miradas.
Cuando el silencio cundió —un parto del cansancio—
como si fueran los zorros pasos de una araña,
Félix capturó la sumisión de los gitanos
porque sus dedos sapientísimos no tocaban,
sino que dúctilmente acariciaban, besaban,
amorosaban —eso— las cuerdas de la guitarra.
Virgen de la Soledad,
fiestas en el barrio alto.
Vociferante y taimada
engatusa la música mecánica;
y el oropel:
rizados papeles de colores
de la bodega al balcón,
del corredor al dintel.
La pobreza se esconde avergonzada.
Las sumidas arrugas de la anciana
—sin ducha ni agua caliente—
vibran atónitas su risa
por la felicidad
que gratuitamente le suponen
los forasteros en danza.
La vieja: Un esposo
o un hijo en la taberna
y mañana al mar,
al albur del mar.
Evidente y muy dura
la recatada miseria
—cohibida—
tras el visillo vela.
La vieja.
¿Caliente? Nada de agua.
Oscila la marea humana.
Ya se sabe:
día de mucho, víspera de nada.
Con qué precisión de troquel me hablas, hombre
Sabes de la mar salada
más que el Emperador Celeste,
más que los Coleccionistas,
más que los Catedráticos,
más que los Buzos y Directores de Museos;
también más que las gaviotas
que en el mar deyectan, comen, duermen.
Continúa, continúa transvasándome
tu sabiduría marinera.
¡Qué elocuencia resbaladiza de pez!
¡Qué hábitos marisqueros me descubres!
Como tu piel,
tienes los ojos atezados de conocimientos
misteriosos para mí.
No te afeites; es igual.
Ahora vuelve a contarme
lo de la lapa y el camarón
su lucha, esa rabiosa y continua pelea
de los seres húmedos que como en la tierra
huyen, abusan, se esconden,
matan con recochinamiento.
Pero calla un instante, hombre
Y déjame pensar.