Poemas de Hilario Barrero para leer.
Es la segunda piel, la anónima fachada,
enterrada y bien viva, palpitando,
una envoltura frágil
que encubre su obediente hidrografía.
Sin mar donde llegar
se desvía por montes y caminos,
se enfrente a Polifemo, ruge,
cruza sierras latiendo,
se adentra en la memoria de la vena,
se serena, se defiende si siente el aguijón,
como aceite resbala,
como gacela herida se retira.
Igual que el mar tropieza, retrocede
y está siempre naciendo, a veces, retrasada,
asoma su algodón de escandaloso rojo
en un delta de meses y recuentos.
El cansancio la llena de salitre
y en un osario de asombro milagroso
coagulada se asfixia al salir a la vida.
Todos vienen del ghetto,
admiran a Selena,
quieren sacarse el Lotto,
son pesadas sus sombras,
grises sus biografías,
visten de polyester con ropa made in China,
pies ligeros de Adidas
y sonríen con dientes en andamios,
granos en sus mejillas,
grasa sobre su frente.
Hoy son cuerpos en marzo,
primavera en sus dedos,
fuego por su mirada,
la agresiva belleza de sólo veinte años,
dueños de sus caderas,
urgencias por sus lenguas,
la insolencia del sexo inundando su ingle,
el fulgor de la sangre retrasando relojes
y el descarado valle de sus pechos
umbrío de semillas.
Esto les califica de inmortales.
Mañana serán ruina,
del Olimpo expulsados para siempre,
cuerpos viejos y lentos,
oídos destemplados,
ojos llenos de tierra,
mutilados sus labios con cristales,
el olor de la rosa evaporado,
su tacto acuchillado,
ya la muerte inquilina del pecho pergamino
borrando la escritura de su sangre.
Ignorando lo hermoso y fugitivo de su tiempo
ellos no se dan cuenta cómo el viejo celebra
la clave de su piel y el lujo de sus cuerpos,
tan cerca de sus manos y a la vez tan lejanos,
ansias que le convidan a la vida,
trampas que le conducen a la muerte.
Prolongado en el tiempo
tu signo permanece
y, aunque esconde la llave de tu gozo,
descifra cada noche
la vieja adivinanza del silencio.
La reina del Destino,
descolgada en andamios de alabastro,
traduciendo su mito de mármol malogrado,
me expulsa enfurecida del Recinto
porque sé las respuestas
a sus envenenados acertijos.
Cerrándome la puerta
me enfrenta al enemigo
quien altera mi voz que queda presa.
Destronada del friso
se inmolará desnuda sobre el fuego
sellando el pergamino
en su reino de cuero,
victorioso tu nombre junto al mío.
Y tener que explicar de nuevo el subjuntivo,
acechante la tiza de la noche del encerado en luto,
ahora que ellos entregan sus cuerpos a la hoguera
cuando lo que desean es sentir el mordisco
que tatúa con rosas coaguladas sus cuellos ofrecidos
y olvidarse del viejo profesor que les roba
su tiempo inútilmente.
Mientras copian los signos del lenguaje,
emotion, doubt, volition, fear, joy...,
y usando el subjuntivo de mi lengua de humo
mi deseo es que tengan un amor como el nuestro,
pero sé que no escuchan la frase
que les pongo para ilustrar su duda
ansiosos como están de usar indicativo.
Este será su más feliz verano
el que recordarán mañana
cuando la soledad y la rutina
les hayan destrozado su belleza,
la rosa sin perfume, los cuerpos asaltados,
ajadas las espinas de sus labios.
Pero hoy tienen prisa, como la tuve yo,
por salir a la noche, por disfrutar la vida,
por conocer el rostro de la muerte.
El invierno pronuncia tu otro nombre
y comienza el deshielo.
Aventuras el miedo, tienes frío,
atraviesas los primeros abrazos,
reconoces la cuesta, los rostros y la curva,
traduces la inscripción,
resuelves el enigma de la piel
y, liberando la tela metálica de la serpiente
que oscurece la transparencia de tu infancia,
el paisaje recobra su dimensión real:
dueño de tu mirada te ciega los sentidos
y te ofrece el amargo sabor de la maleza,
desde su oscuridad sonora
crecen voces que suben hasta el valle iluminado.
Huye y mírate en el frío tabique del lago,
recuerda su perfil,
apriétate el cilicio del deseo,
enséñale la llave al vigilante,
no olvides la consigna,
vuelve a casa y lávate las manos.
Bien tú sabes que has de volver mañana.
Para Oneida Sánchez
De todas las últimas miradas
que hemos ido dejando por la vida
sin saber que lo eran
¿cómo será la última, la mirada final?
¿Se quedará pegada a la piel de los ojos?
¿Cuundo se seque será raíz del llanto?
¿En que región oscura volverá a ser primera?
¿Tendrá fuego en su voz si la reconocemos
o será como agua si nos llega a traición?
¿Se hundirá el peso de su polvo
en el aire de la nueva mañana
que nosotros ya ciegos no veremos?
Mirar es responder a preguntas vacías
en la primera noche sin respuestas.
Diciembre herido se congela entre
algodones sucios de una nieve extranjera,
mientras el viejo Bill se muere en Brooklyn.
Perros de soledad ladran a su mirada
de cartón mordiendo envenenados
los cristales vidriados de su vida.
Renegando ser viejo, Bill, tirita
y el zumo de manzana le condecora
su pecho lleno de óxido y metralla.
Un visitante misterioso entra,
se detiene en la ribera de la cama
fulminando la decadente escena
con su hermosa presencia.
Trae consigo la fuerza de la calle,
el ruido del vivir, la juventud,
la agresiva insolencia de su sexo,
el gozo más urgente del amor
y entre el azul lejía de su blusa
dos volcanes de lava se desbordan.
Bill le mira por un instante, tiembla,
(la toma de París, la muerte de su hija
calcinada, el divorcio de Peggy...)
maldice ser un muerto, estar amortajado
y lucha inútilmente por romper
las cadenas de oxigeno y de sangre
que encarcelan sus huesos de carbón.
Desaparece el cuerpo y huele a azufre,
infierno y carne achicharrada
en la habitación 308
del Kings Highway Hospital en Brooklyn,
donde Billy se abrasa lentamente
rodeado de tubos y de cables
en la fría mañana de diciembre.