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Francisco Hernández

Francisco Hernández

Poemas de Francisco Hernández para leer.

Francisco Hernández: Mar de fondo (II)

Cierro los ojos. Me arrastra el sopor hacia los territorios de la fiebre y, mecánicamente, limpio mis dedos pegajosos de semen en la trama del mosquitero.

Oigo a lo lejos el mundo de mi madre, su andar entre las brasas, su diálogo con el rencor que le acompaña: hablan de mi padre, de la mujer que tiene, de su risa, que suena como tromba de flores pisoteadas.

Con el silencio fijo en el vacío pienso en los tigres de Mompraeem, en las redondeces de Paura, en un jonrón con tres hombres en base.

Afuera está la herida pero no quiero salir a su encuentro, debo continuar enfermo siempre, sin tener que bajar a tierra, sin enfrentarme a nada ni a nadie, ni siquiera a las piernas de Paura ni a un campo de béisbol ni a la luna llena del espejo.

Hoy, apunto en el cuaderno de bitácora, empieza el fasto de los grandes viajes. Y el ave Roe emerge a los pies de mi lecho.

Poemas y poetas mexicanos

Francisco Hernández: Mar de fondo (VIII)

La primera mujer que recorrió mi cuerpo tenía labios de maga: labios verdes y azules, con sabor a fruto silvestre, con señales indescifrables como la miel o el aire.

Muchas veces incendio mis cabellos con siete granos y siete aguas, cOn ensalmos que sonaban a campanillas de barro, con nubes de copal que se mezclaban al embrión que recorría mi frente coronada por ramos de albahaca.

Toda la noche ardía la pócima bajo mi cama.

Al día siguiente, un niño nacido después de mellizos la arrojaba al río, de espaldas, para no ver el sitio donde caía ni el vuelo repentino de los zopilotes.

Entre tanto, mi madre me contaba lo que Colmillo Blanco no sabía de la nieve y el recuerdo del mar era un espejismo bajo las sábanas.

Poemas y poetas mexicanos

Francisco Hernández: Mar de fondo (X)

Paura no tiene cono: tiene un molusco arroz entre las piernas, un coral palpitante, un fruto que perfuma mis vísceras y el aliento de los tiburones.

Cuentan que fue muy bella en su primera infancia. Dicen que su pelo servía de faro en noches de tormenta y que su lengua salvó a más de una tripulación consumida por el escorbuto.

Hay tonos de su piel que destrozan las redes.

Sus pezones señalan a quienes van a perecer ahogados.

En su culo profundo anidan cormoranes.

Ella es el premio con que sueñan arponeros mutilados, buzos dementes y gavieros incógnitos.

Gélida su espalda cuelga del cuello. Y su efigie picotea mis labios abandonados en la playa.

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Francisco Hernández: Mar de fondo (XI)

A una mujer que va de viaje al mar es inútil llenarla de palabras.

El mar le chupa los vertederos de la sinovia, le abrillanta la voz, dibuja su abdomen en la arena, le corta la respiración con sus alfanjes herrumbrados.

A una mujer que va de viaje al mar no le hablen de la tierra firme ni de los muelles del estado de gracia. No le instrumenten fados ni le esculpan mascarones de proa.

Porque a una mujer que va de viaje al mar, llámese Paura o Escafandra, se le ahogan los sueños.

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Francisco Hernández: Mar de fondo (XIV)

Antes de que llegara el tiempo de la fiebre, un tacuazín devoró a la guacamaya que alegraba lo sórdido del patio.

Mi padre, conmovido por mi desesperación, construyó una trampa grande y resistente, con tablones del aserradero.

En su interior dispuso granos de maíz, agua bendita y huevos de gallina negra.

Después la dejó al pie del nanche donde mi guacamaya perdió el combate con el hambre del animal.

Pasaron las semanas y lo primero que hacía levantándome era revisar la caja de madera.

Al no encontrar la presa, cambiaba los cebos por otros menos simbólicos y más apetitosos.

Una mañana de noviembre, cuando ya no pensaba en la captura, pude ver al asesino al fin cautivo, parapetado al fondo de su instinto.

Alguien puso un machete en mi mano y abrió ligeramente una puertecilla.

Sentí que el arma pesaba una tonelada de plumas. Oí voces que me instaban a la venganza.

Muerto de miedo, dejé ir el machete hacia el cuerpo de la bestia y sólo abrí los ojos cuando un chillido espantoso salió volando de la trampa, dejándome en la frente mapas de sangre.

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Francisco Hernández: Mar de fondo (XVIII)

A partir de septiembre el río no ha hecho más que crecer.

Se lleva lo que a su paso encuentra: casas, puentes, arrumbadas berlinas y muros de contención. La cola del huracán, envuelta en lluvia, llena mi espacio de pájaros sin nido que irrumpen como malas noticias.

Mi madre se angustia serenamente. Dice que si yo no estuviera todo el tiempo enfermo podría salir y colocar en el corredor, sobre el butaquito de cuero de venado, la imagen de Santo Domingo Sabio. Así quedaríamos a salvo de inundaciones y otros males del agua.

Ayer el río mató a una niña. Le clavó sus colmillos de lodo en el cuello, se metió entre sus piernas hasta salirle por las orejas y la puso a flotar en parihuela de nieve negra.

El ruido de la creciente despide un hedor extraño que se adhiere a las cosas. Un olor con dientes que vence las alfarjías, se acomodaen páginas impares, se sienta frente a mí con las piernas cruzadas, mira su corazón en el espejo.

Debajo de la almohada guardo una pelota de béisbol y una aguja capotera.

Cuando los temblores arrecian, me froto la pelota vigorosamente para que recoja ese maldito sudor que corre por mi cuerpo como río crecido.

La aguja me la clavo en la lengua hasta perder el conocimiento.

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Francisco Hernández: Mar de fondo (XX)

Sentado al borde de la cama, es decir, al borde del abismo, miro el suelo distante que me espera. Lo toco con la punta del pie como se toca el agua de un estanque: lo siento helado y ríspido, frágil y plagado de nudos, como la mano al sol de un viejo artrítico.

Doy mis primeros pasos sobre la cuerda floja de la convalecencia. Camino hacia la luna del ropero, miro mi palidez de azogue, mi cabello revuelto y largo, las cuencas inhabitadas de los ojos.

Se tienden hacia mí apoyos que desprecio. Huele a flor de naranjo el espesor del día.

El arroyo ha dejado de ser un rumor, un fétido carcelero, la amenaza del fin del mundo.

El cielo, de un milagroso azul doliente, se recorta detrás de los tejados y de la copa del tamarindo.

Una alondra me dice que estamos en primavera.

La calle es un largo delirio hacia el futuro.

La casa, una pompa de jabón frente a una espina.

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Francisco Hernández: Mariposa

Tu sexo,
una mariposa negra.
Y no hay metáfora:
entró por la ventana
y fue a posarse
entre tus piernas.

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Francisco Hernández: Mayo se hizo presente y las nubes entraron

Mayo se hizo presente y las nubes entraron
a la casa tomando posesión de los floreros.
Te imagino con la cara lavada en una mecedora, puliendo
monedas de oro. El escaso viento palúdico
me trae un olor a camarones vivos, a tehuanas
con frialdad de cerveza en los aretes.
Un perro iluminado por Toledo trata de morder
tus tobillos. Las monedas de oro caen sobre el
mosaico y dan con el canto en el origen de
los ladridos.
Todo se dispersa. Mayo se deja encadenar por el
pintor, y el artista y el mes se van con sus
resplandores a otra parte.
Junio se hace presente con sus altanerías.
Es decir, con sus fechas de muerte, rabia y nacimiento.

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Francisco Hernández: Mis manos en tu espalda

Mis manos en tu espalda
desconocen la artritis
y las sombras de la deformación.

Mis manos, en tus muslos,
no piensan en un río
ni en la inconsciencia de la navegación.

Mis manos, en tus manos,
no extrañan cuello alguno
ni se avergüenzan
de un antojo de trampa,
de una esperanza de mutilación.

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Francisco Hernández: Muero por deslizar, verticalmente

Muero por deslizar, verticalmente,
mi lengua entre tus labios.
Por humedecer, horizontalmente,
el imposible rencor de tus encías.

Se me antojan tus ojos cuando,
repletos de placer, miran empavesados
espejismos.

Desnúdate. Blanquea la oscuridad.
Ya crecieron mis uñas.
Ya encaminadas van hacia tus labios.

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Francisco Hernández: Nubes a lo lejos

Nubes a lo lejos,
sobre el hilo tenso de la carretera.

Frente a nosotros,
manos azules desanudando
el hilo tenso de la carretera.

Puestos a secar,
tus deseos cuelgan
del hilo tenso de la carretera.

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