Chile: 1894-1968
Poemas de Pablo de Rokha para leer.
Sobre el poeta Pablo de Rokha [occultar]
Pablo de Rokha, cuyo nombre real era Carlos Díaz Loyola, nació el 17 de octubre de 1894 en Licantén, Chile. Desde joven, mostró una personalidad rebelde y un espíritu crítico hacia las estructuras sociales y culturales. Abandonó sus estudios de derecho para dedicarse por completo a la poesía, una decisión que marcó su vida. En 1916, publicó su primer libro, Versos de infancia, bajo el seudónimo que lo haría famoso. Su vida estuvo marcada por la tragedia: su esposa, la poeta Winétt de Rokha, y uno de sus hijos se suicidaron, eventos que influyeron profundamente en su obra.
De Rokha fue un poeta polarizante. Su estilo visceral y su rechazo a las normas literarias establecidas le valieron tanto admiración como duras críticas. Algunos lo acusaron de ser demasiado agresivo en su lenguaje, mientras que otros lo celebraron por su autenticidad y su compromiso con las causas sociales. Su rivalidad con Pablo Neruda fue bien conocida, y De Rokha no dudó en criticar públicamente lo que consideraba el "conformismo" de su colega.
Además de la poesía, De Rokha era un ávido lector de filosofía y política. Le apasionaba debatir ideas y cuestionar el statu quo. También disfrutaba de la vida rural y, en sus últimos años, se refugió en el campo, donde continuó escribiendo hasta su muerte.
Su poesía se caracteriza por un lenguaje crudo, directo y cargado de emociones. Combinaba lo épico con lo cotidiano, y sus versos a menudo reflejaban su ira contra la injusticia social. Utilizaba metáforas audaces y un ritmo frenético, rompiendo con las formas tradicionales de la poesía chilena.
Pablo de Rokha murió el 10 de diciembre de 1968, pero su legado como uno de los poetas más transgresores de Chile sigue vivo.
Entre serpientes verdes y verbenas,
mi condición de león domesticado
tiene un rumor lacustre de colmenas
y un ladrido de océano quemado.
Ceñido de fantasmas y cadenas,
soy religión podrida y rey tronchado,
o un castillo feudal cuyas almenas
alzan tu nombre como un pan dorado.
Torres de sangre en campos de batalla,
olor a sol heroico y a metralla,
a espada de nación despavorida.
Se escuchan en mi ser lleno de muertos
y heridos, de cenizas y desiertos,
en donde un gran poeta se suicida.
Aquí Yace «Juan, el carpintero»; vivió setenta y tres años sobre la tierra, pobremente, vió grandes a sus nietos menores y amó, amó, amó su oficio con la honorabilidad del hombre decente, odió a la capitalista imbécil y al peón canalla, vil o utilitario; - juzgaba a los demás según el espíritu - .
* * *
Las sencillas gentes honestas del pueblo veíanle al atardecer explicado a sus hijos el valor funeral de las cosas del mundo; anochecido ya, cantaba ingenuamente junto a la tumba del rorro, - un olor a lavirutas de álamo o quillay, maqui, litre, boldo y peumos geniales perfumaba el ambiente rústico de la casa, su mujer sonreía; no claudicó jamás, y así fue su existencia, así fue su existencia.
* * *
Ejerció diariamente el grande sacerdocio del trabajo desde el alba, pues quiso ser humilde e infantil, modesto en ambiciones; los Domingos leía a Kant, Crevantes o Job; hablaba poco y prefería las sanas legumbres del campo; vivió setenta y tres años sobre la tierra, falleció en el patíbulo, POR REVOLUCIONARIO. R.I.P.
El mundo no lo entiendo, soy yo mismo
las montañas, el mar, la agricultura,
pues mi intuición procrea un magnetismo
entre el paisaje y la literatura.
Los anchos ríos hondos en mi abismo,
al arrastrar pedazos de locura,
van por adentro del metabolismo,
como el veneno por la mordedura.
Relincha un potro en mi vocabulario,
y antiguas norias dan un son agrario,
como un novillo, a la imagen tallada.
Un gran lagar nacional hierve adentro,
y cuando busco lo inmenso lo encuentro
en la voz popular de tu mirada.
Yo soy como el fracaso total del mundo, ¡oh, Pueblos!
El canto frente a frente al mismo Satanás,
dialoga con la ciencia tremenda de los muertos,
y mi dolor chorrea de sangre la ciudad.
Aún mis días son restos de enormes muebles viejos,
anoche «Dios» llevaba entre mundos que van
así, mi niña, solos, y tú dices: «te quiero»
cuando hablas con «tu» Pablo, sin oírle jamás.
El hombre y la mujer tienen olor a tumba,
El cuerpo se me cae sobre la tierra bruta
Lo mismo que el ataúd rojo del infeliz.
Enemigo total, aúllo por los barrios,
un espanto más bárbaro, más bárbaro, más bárbaro
que el hipo de cien perros botados a morir.