Poemas de Margaret Atwood para leer.
Me estudio con cuidado
en mi menguante cuerpo
que es no obstante engañoso
como la piel de un gato:
seré, cuando me entierren,
más pequeña.
En mi piel se bifurcan las arrugas;
como el pelo o las plumas, sobresalen.
Mis nietos, en este salón,
inquietos en la sillas del domingo
con mi sordera, mi broche de camafeo
mi mente arrugada
que corre hacia sus viejos escondrijos
intenta imaginar cómo
tal vez
vagaré y entraré furtivamente
en una cristalina oscuridad
por entre estalactitas, con un nuevo
plumaje
sin correr
dorado y
Verde fuerte, mis dedos
torcidos y escamosos, mi
ópalo
sin
el brillo de los ojos.
Fue como despertarme
después de haber dormido siete años
y encontrarme con una cinta tiesa,
de un negro riguroso
podrido por la tierra y los torrentes
pero en cambio mi piel se endureció
de corteza y raíces como cabellos blancos
Mi heredada cara traje conmigo
una aplastada cáscara de huevo
entre otros desechos:
el plato de loza hecho añicos
en el sendero del bosque, el chal
de la India destrozado, fragmentos de cartas
y el sol de aquí me ha impreso
su bárbaro color
Se me han puesto rígidas las manos, los dedos
quebradizos como ramas
y los ojos perplejos después de
siete años, y casi
ciegos/brotes, que sólo ven
el viento
la boca que se abre
y se agrieta como una roca al fuego
al intentar decir
Qué es esto
(sólo hallas
la forma que ya eres,
pero qué
si has olvidado ya en qué consistía
o descubres que
nunca lo has sabido)
En el campo con nieve va abriendo mi marido
una X, concepto definido ante un vacío;
se aleja hasta que queda
oculto por el bosque.
Cuando ya no lo veo,
en qué se ha convertido
qué otra forma
se mezcla en la
maleza, vacila por los charcos
se esconde de la alerta
presencia de animales de la ciénaga
Volverá
al mediodía; o puede que la idea
que tengo yo de él
sea lo que me encuentre de regreso
y con él amparándose tras ella.
Puede que me transforme a mí también
si llega con los ojos del zorro o los del búho
o con los ocho
ojos de la araña
No puedo imaginarme
qué verá
cuando abra la puerta
(Segundo diario: 1840-1871)
Él, que llegó con éxito tras navegar el río peligroso
de su venida al mundo,
se ha vuelto a ir
a un viaje de descubridor
por este territorio en el que yo he vagado
sin llegar a tocarlo, a hacerlo mío.
Sus pies se resbalaron de la orilla,
y a él se lo llevaron las corrientes;
lo arrastró la crecida entre hielos y árboles
y se ha perdido en un lugar lejano,
la cabeza como una batisfera;
miró con las pequeñas burbujas de sus ojos
como un aventurero temerario
por un paisaje más raro que Urano
que todos conocemos y que algunos recuerdan.
Fue un accidente; se quedó sin aire
y, como un corazón, cayó en el río.
El cuerpo, que era seña
de mis planes y mapas del futuro,
lo sacaron del fondo con ganchos y con palos
entre los troncos que al flotar chocaban.
Era la primavera, el sol aún brillaba
y la hierba incipiente ganaba solidez;
la claridad alumbraba los surcos de las manos.
Estaba fatigada por las olas de aquel largo viaje.
Pisé la tierra firme. Las velas de aquel sueño
se vinieron abajo, destrozadas.
En esta tierra él
es mi bandera.
Abajo. Enterrada. Puedo oír
risas leves y pasos; la estridencia
del cristal y el acero
los invasores de quienes tenían
el bosque por refugio
y el fuego por terror y algo sagrado
los herederos, los que levantaron
frágiles estructuras.
Mi corazón enterrado por décadas
de pensamientos anteriores, reza todavía
Ah derriba este orgullo de cristal, babilonia
cimentada sin fuego, a través del subsuelo
reza a mi inexpresivo fósil Dios.
Pero se quedan. Extinguida. Siento
desprecio y, sin embargo, pena: lo que los huesos
de los grandes reptiles
desintegrados por algo
(digamos por el
clima) fuera del ámbito
que su simple sentido
de lo que era bueno les trazaba
sentían cuando eran
perseguidos, enterrada entre los suaves inmorales
insensibles mamíferos deshechos.
Veo ahora veo
ahora no veo
la tierra es una ráfaga en mis ojos
ahora oigo
el crujido de la nieve
los ángeles que escuchan sobre mí
cardos resplandecientes de aguanieve
acumulada
esperan el momento
de elevarme
hasta el sol
con pilares, la última ciudad
o torres vivas
aún sin levantar
cuyas piedras latentes reposan rodeando
su fuego sagrado a mi alrededor
(pero la tierra cambia con la escarcha,
y los que se convierten
en las voces de piedra de la tierra
también cambian y dicen
dios no es
la voz del torbellino
en el juicio final
todos éramos árboles
Una de las
cosas que descubrí
en ella, y desde entonces:
que la historia (esa lista
de deseos inflados y de golpes de suerte,
contratiempos, caídas y errores que se ciñen
como paracaídas)
se te lía en la mente
por un lado, y por otro se deslía
que esta guerra estará pronto entre esas
diminutas figuras ancestrales
que se te nublan y se te diluyen
por la parte de atrás de la cabeza,
confundidas, inquietas, inseguras
de qué hacen ahí
y que de vez en cuando asoman con un rostro
idiota y unas manos de racimo de plátanos;
con banderas,
con armas, adentrándose entre árboles
trazo marrón y garabato verde
o, en el dibujo a lápiz gris intenso
de una fortaleza, se esconden disparándose
unos a otros, humo y rojo fuego
que en la mano de un niño se hacen realidad.
Yo que había sido borrada por el fuego
me fui cubriendo
de verde
(qué
estación más luminosa)
Con el tiempo los animales
vinieron a habitarme,
primero uno
a uno, furtivos
(sus conocidas huellas
quemaban); y después
al haber ya trazado nuevos límites
volviendo, más
seguros, año
tras año, de dos
en dos
pero inquietos: no estaba preparada
del todo para que me habitaran
Les pudo parecer que
pesaba demasiado: pude haberme
volcado;
Me daba miedo cómo
el brillo de sus ojos (verdes o ámbar)
llegaba al exterior desde dentro de mí
No estaba terminada; de noche
no veía sin candiles.
Él escribió, Nos vamos. Contesté
No me queda ya
ropa que ponerme
Llegó la nieve. Fue de gran ayuda
el trineo; quedaba atrás su rastro
como si me empujara a la ciudad
y una vez rodeada la primera colina, me encontré
de repente
deshabitada: ya se habían ido.
Hubo algo que casi me enseñaron
y que al irme no había aún aprendido.
da el esqueleto carne que se enfrenta
al enemigo y luego
se olvida y es cosecha,
tierra agotada que se pisa
los oídos dan sonidos lo que oía
creaba. (voces
determinantes, que repiten
historias, viejas costumbres
la boca da palabras que decía que yo misma
creaba, y estas
estructuras, comas y calendarios
que me rodean
las manos dan objetos a los que el mundo hacía
realidad: era
esta taza, este pueblo
al alcance de la mano
los ojos dan la luz el cielo
me salta encima:
hágase
el ocaso
O, tumbada en la cama, eso pensé
mientras que me velaban
añadí: ¿Qué harán ahora
que yo, que todo lo que
dependía de mí desaparece?
¿Dónde estará Belleville?
Y Kingston.
(los campos
entre los que vivía, las barcas
del lago
t o r o N T O