Poemas de Manuel Ponce para leer.
Sobre el poeta Manuel Ponce [occultar]
Ponce falleció en la Ciudad de México en 1948, dejando un legado que une la poesía y la música. Su obra sigue siendo estudiada y reinterpretada, demostrando la universalidad de su arte.
LA RESURRECCIÓN
Vuelva la muerte a su fosa
después que en la sombra inerte,
luchando en lid silenciosa,
rompió capullos de muerte
invencible mariposa.
LA ASCENSIÓN
¿Por qué, domador de azares,
vuelves a tus patrios lares
y a la paz donde te subes,
siendo pescador de mares,
te haces pescador de nubes?
LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO
Amor, no te conocía,
ni tampoco te creía,
hasta que tu fuego, amén,
me ha consumido recién,
¡y quién sabe todavía!
LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN
La rosa que tiene imán
en el más alto desvelo
gira entornada hacia el suelo
buscando, si se lo dan,
lo que le faltaba al cielo.
LA CORONACIÓN DE MARÍA
El mar, un difuso toro,
el aire, una cuerda fría,
la tierra un libro de oro,
y todo junto es un coro
para cantar a María.
Voy a gusto
—descuidadme, señores—
en la rueda del mundo.
Y sin remordimientos
y con mucha esperanza
a bajo precio.
Lo mismo voy mecido
en el verde columpio,
que muerto por el río.
Los árboles a una,
lanzaban con agrado
sus fumarolas verdes.
Pero allí se quedaban
—oh, qué tiernos—
dormidas en los brazos.
La sombra de mi cuerpo,
los hombres todos eran
dibujos caprichosos.
¡Qué torre disparada;
seguro que me iría
si el arco disparara!
Los ojos de agua, ledos,
tienen liras pulsadas
por ángeles secretos.
Y los ojos —¡creedme!—
y los ojos dormidos,
cerrados para siempre.
Yo me voy a los árboles
del alba
donde labro mis cárceles.
La verdad no es amor,
ni te amo,
pena mía y de todos.
La verdad es decirla
a sabiendas
del punto de partida.
A su primer suspiro,
nadie tendió la mano;
sólo el abismo.
Después mil brazos
corrieron al auxilio,
pero ya entonces
ella no quiso.
Corría ya.
Se deslizaba por el ventisco
glaciar abajo,
lanzada,
pero guardando el equilibrio.
Siempre reflujo abajo,
más aprisa, siempre en vuelo, casi en vilo.
Tú acelerabas, vértigo;
acelerabas tú, racha de siglos.
¡Dios mío!
¿Acelerabas
tú mismo?
Quillas contra el viento
sus mellizos,
cabellera de relámpago asido.
¡Miradla!
La miraban. Un solo guiño
de los obscuros lobos
le despojó el vestido.
Allá quedó,
jirones, el armiño.
Lo demás,
siguió, se fue en un grito.
No el suyo.
Más no digo.